Moscú: la persistencia de la memoria

Fotografías de Carlos Escolástico

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Durante los meses de julio y agosto de 2010 estuve viviendo en Moscú. Como casi siempre aterricé con la maleta llena de ideas preconcebidas sobre lo que me iba a encontrar. Todos los estereotipos sobre el comunismo planeaban como pájaros lejanos sobre mi cabeza hasta que en el camino desde el aeropuerto al centro me topé con un gigantesco rótulo de Ikea escrito en cirílico.

El cambio que experimentó Rusia a finales de los años ochenta seguramente no es tan sorprendente para un pueblo acostumbrado a las revoluciones como lo sería para nosotros. Una gran parte de la población estaba realmente harta del régimen comunista lo que hizo que la trasformación se recibiera con la euforia y el optimismo característicos de los cambios radicales.

De la noche a la mañana el país más grande del mundo (formado a su vez por otros países) pasó a despertar en una excitante y agresiva economía de mercado que llegaba con hermosas promesas bajo el brazo pero también con un alto precio que no todos iban a poder pagar. Esta transición abrupta hizo que muchos se quedaran en el camino, sin ningún tipo de preparación ni transición, incapaces de adaptarse. Aún hoy en día siguen en ese territorio de nadie donde se mezcla una memoria persistente que no acaba de diluirse y un presente en busca de una identidad propia en el lado más salvaje de los mercados. Este salto al vacío nos deja imágenes tan surrealistas como ver juntos a Lenin y a Bob Esponja.

De la población total del país (143 millones de habitantes en 2010), entre un 2,8 y un 4,5 por ciento de personas (de 4 a 6,4 millones), estarían incluidas en la categoría de los «bomzhes», denominación que se da en el país a quienes vagan sin domicilio fijo. En las dos principales ciudades, Moscú y San Petesburgo, hay, respectivamente, unos 500.000 y 200.000 sin hogar.

Pese a la drástica realidad de las cifras, los «bomhzes» continúan siendo administrativamente invisibles. El Estado ha admitido la realidad por la evidencia: cada invierno mueren en Moscú una media de 300 sin hogar. La ciudad no tiene infraestructura pública de ningún tipo para acoger a los desheredados.

El Moscú que yo encontré en el verano de 2010 se recordará por la mayor ola de calor nunca registrada en esta tierra. Los jóvenes asaltaban las fuentes para refrescarse. Terribles incendios en los alrededores envolvieron la ciudad con un humo tóxico y una atmósfera opresiva. Caminar por las calles a 40 grados, con una mascarilla, rodeado de extraños con un carácter reservado y con los que no podía comunicarme por el idioma fue una experiencia inhóspita pero intensa. Persistente en la memoria como el pasado soviético.

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